lunes, 14 de septiembre de 2015

Abrí mi boca. Casi dije algo. Casi. El resto de mi vida tal vez hubiera resultado diferente si lo hubiera dicho, pero no lo hice. En lugar de ello, me quedé ahí plantada y enmudecida, mientras cada átomo que me componía gritaba cosas que ni yo misma entendía. Miles de galaxias estallando en mi interior y no fui ni siquiera capaz de devolverte el adiós. Simplemente me quedé en medio de la calle, con un quédate atascado en la garganta y tu imagen subiendo a ese taxi hacia un punto de no retorno grabada en mi retina. 

No era la primera vez que pasaba. Ya otras veces te había visto subir a un taxi y yo me había quedado en la acera, parada en medio de la gente que iba y venía sin apenas notar mi pequeño cuerpecillo a medio formar en medio de sus caminos. Sin embargo, esta vez era diferente. Nunca antes había sentido como si se me anclasen los pies al suelo y tampoco nunca antes había mantenido los ojos fijos en el taxi hasta perderlo completamente de vista, porque sabía que nunca más volvería a quedarme en esa acera viendo cómo se alejaba. Tampoco nunca antes había sentido una explosión en mi interior seguida solamente de un corazón bombeando vacío y sinsentido. Así como nunca me había quedado enmudecida, notando como la sangre huía de mi rostro, a la vez que sentía el creciente nudo en la garganta que sin duda precede al llanto.

¿Que qué pasó después? No lo sé. Tampoco quiero saberlo, la verdad. Lo único que recuerdo es consumirme al ritmo de los cigarrillos que fumaba. Ciertamente, tampoco he hecho mucho más: simplemente dejarme consumir por la nicotina y la incertidumbre de qué hubiera pasado si no me hubiera quedado callada y te hubiese gritado que te iba a echar terriblemente de menos si no te quedabas aquí.